miércoles, 12 de septiembre de 2012

Chapultepec, Salvador Novo


Sirvan Los paseos de la ciudad de México,
volumen del que hemos tomado
estas páginas, como invitación a nuestros
lectores para que gocen la prosa
y la urbe, entidades que en Novo se
fusionaron a la perfección

Es domingo. Día de pasarlo en Chapultepec. Y con toda la tribu: mi’amá, la vieja, los chavos, mi hermana, mi cuñado y mis sobrinos. Apenas cabemos, pero nos acomodamos en la carcacha y vámonos tendidos a respirar a gusto y a pasar un día padre de campo, y aquí tan cercas del cantón.

Aunque llegamos temprano, tuvimos que parquear —bueno, estacionar— en una calzada algo lejos, bajarnos y seguir a pie, que es de lo que se trata. Sin rumbo, donde haya sombrita para
después que bajen las tortas y las cheves que estarán calientes, pero ni modo. Luego una buena siesta. Y ya al atardecer, cuando los chavos hayan regresado de dar guerra po’ahí, en tantísimo que hay que ver aquí, nos retachamos después de haberla gozado bien y bonito.

Hay harto que ver aquí, la mera. Y muchas diversiones de oquis. Todo es aquí de oquis menos los refrescos ni los dulces, claro. O las lanchas. Pero ya quién quiere remar. Apenas una que otra parejita gacha, y eso entre semana, cuando dicen que viene chorro de estudiantes. También me han dicho que entre semana se llena muy temprano de rucos que se quieren conservar en forma o que se les baje la barriga —y sí se les baja, mano; ya les da hasta las rodillas—. Y viejas que le hacen al yoga y se retuercen y resuellan. Y también madrugan los campeones a hacer fi bra y correr y hacer pierna para el boxeo o para las carreras, porque a esas horas, cero esmó, y el aire está limpio y oxigenado por los arbolotes de las calzadas.

Son muchas calzadas. Yo no acabo de conocerlas. Una es la de los Poetas que en el aire las componen, y allí están sus bustos de algunos como en el panteón, cuate. Están Manuel Acuña y Antonio Plaza. Esos sí los he leído. Cómo no: el “Nocturno”.

Y Plaza es vaciado. Luego otros que no: Rafael Delgado, Ruiz de Alarcón, Manuel José Othón, sor Juana Inés de la Cruz... ésa era monjita, ¿a poco no has oído recitar: “Hombres necios que quién sabe qué más”? Manuel Gutiérrez Nájera, José Joaquín Fernández de Lizardi... ése es el del Periquillo sarniento, ¿no? Me dormí, mano. Salvador Díaz Mirón, que dicen que era reteatravesado. Se echó a un cuate, dicen. Y Ramón López Velarde, el de “México, creo en ti…” No, miento. Ése es de otro López, de López Méndez, que no está aquí. Éste es el de la Suave Patria. Como quien dice, el que nos dio la suave.


De la calzada de los Poetas puede uno cruzar directamente a la Casa del Lago (arriba). Allí siempre hay cosas; digo, conciertos, exposiciones, conferencias, clases de pintura refáciles, mano.

Nomás embadurnas y te dicen que eres abstracto, y con suerte hasta te hacen tu exposición. Ya. Unos tipos callados callados juegan ajedrez en mesitas afuera del edificio. Dizque es de la Universidad, y se llena de chavos de la greña que han de ser los que les entienden a esas conferencias y a la música. A nosotros francamente nos gusta más cuando hay sonada o recitación en la Juventino Rosas o la Ángela Peralta, que son dos como teatros al aire libre.

Pero más que a sentarse, viene uno a pasear en Chapultepec. Hay tanto más que ver: el Zoológico, con animales tan raros y los monos dándole a Manuela. Y lo que inauguró Sentíes hará dos años: el Centro de Convivencia Infantil que hierve de escuintles todos los días, pero más los domingos.

Ahora, que si lo que uno quiere es instruirse, pues aquí en Chapultepec hay mucho modo. En el Castillo. Desde antes de subir, se queda uno de a seis y se le enchina el cuero frente al Monumento de los Niños Héroes, que es un hemiciclo como el de Juárez; con seis columnas rematadas por antorchas de bronce, y águilas paradas sobre las coronas de bronce que abrazan las columnas. Al frente hay tres figuras: la Patria, como una mujer que sostiene a un joven muerto, y otro joven en actitud de ir a darles en la. No es muy viejo este monumento.

Lo instalaron en 1952. Hay otros dos consagrados a los Niños Héroes: al pie del cerro, hacia el sur, una pirámide con los nombres de los muertos, los heridos y los prisioneros, y la fecha de su sacrificio: 13 de septiembre de 1847. Y en la terraza poniente del castillo, como veremos al subir a visitar el Museo de Historia, otro con figuras alusivas a la defensa de la Patria que hicieron los cadetes del Colegio Militar, instalado en el Castillo (abajo) cuando nos balacearon los cowboys.


Sube uno al Museo: por el ascensor, o en el coche, o a pincel por la rampa, y llega a la terraza donde una fuente al centro, luce el jeroglífico de Chapultepec, que quiere decir cerro del chapulín. Y en el barandal, hay estatuas chiquitas de los Niños Héroes: el jardín que dicen que formó la emperatriz Carlota, y el torreón del Caballero Alto, construido para vigilar cuando en 1842 se instaló aquí el Colegio Militar. Si uno sube sus 94 escalones, puede admirar el smog que le impide admirar la ciudad; pero generalmente, lo que uno hace es entrar a visitar el Museo Nacional de Historia.

No siempre ha estado aquí. Que el Alcázar de Chapultepec se haya convertido en el Museo Nacional de Historia se lo debemos, como el petróleo, a Tata Lázaro. Cuando llegó a presidente, no le gustó nada la idea de ponerse jetón donde había dormido tanto reaccionario. Todos los anteriores jefazos sí se habían resignado: desde Maximiliano, que arregló y amuebló mucho el palacio, y lo hizo decorar con pinturas, algunas de las cuales se conservan palidecidas, marchita el alma. Juárez no quiso; ni pensó en vivir aquí. Él, donde los virreyes, en Palacio mismo. Su cama estaba donde ahora es el recinto de su nombre. Pero su sucesor don Sebastián Lerdo de Tejada sí se acomodó a disfrutar del Castillo. Y don Manuel González (porque hubo un presidente de ese nombre, y emitió monedas de níquel y se le armó la gorda, y era manco como mi general Obregón) enriqueció el mobiliario. Y quien más tiempo tuvo para embellecerlo y disfrutarlo fue don Porfi. Don Pancho Madero. Por eso lo escoltaron desde ahí los cadetes que le quedaban a mano en el Castillo. Y los que siguieron. Hasta provisionales como Portes Gil, que se pasó sus buenos 14 meses en el Alcázar. Y mi general Calles. Cuando dejó la Presidencia, se hizo una casita modesta en Anzures, que entonces apenas empezaba a poblarse. Fue cuando era presidente don Nopalito Ortiz Rubio, y vivía en Chapultepec, y la gente, que ya sabes cómo es de canija, decía: “Aquí vive el presidente; y el que gobierna, allí enfrente”.

Pero como te decía, a don Lázaro le chupaban el hígado los lujos, los brocados, los muebles chinos. Destinó el Castillo a Museo Nacional de Historia, como fue inaugurado en 1944 ya bajo Ávila Camacho. Y don Lázaro, para no irse muy lejos de la tradición, hizo adoptar como casa presidencial una que construyeron al extremo sur-poniente del Bosque; en lo que había sido el rancho de la Hormiga y es desde entonces  conocida por Los Pinos (abajo), porque abundaba en ellos.


Allí vivió don Lázaro, aunque muy poco estaba en casa. Siempre en giras de trabajo y atendiendo las necesidades de los campesinos. Pero los presidentes que le han seguido, ya todos “enPinados”, aportaron sucesivamente a Los Pinos sus personales —y sus conyugales— ideas de la comodidad, el decoro y la decoración. El presidente Alemán hizo construir un edificio 26 la Gaceta número 420, diciembre 2005 nuevo dentro de Los Pinos: sobrio, elegante, de estilo francés, con candiles, alfombras y muebles como de cualquier residencia de jefe de Estado del mundo. Los demás presidentes algo añadieron o modificaron a su turno; y tuvieron que ampliar las ofi cinas que dan a la muy transitada avenida de Molino del Rey, donde también se han construido nuevos cuarteles para las Guardias Presidenciales. Una pequeña estatua del apóstol Madero preside el concurridísimo estacionamiento de solicitantes de audiencia frente a las oficinas presidenciales en Los Pinos. Con el presidente Echeverría, que utiliza mucho los jardines y ha hecho dar conciertos y almuerzos en ellos, sonó para Los Pinos la hora del folklore, los comodísimos equipales, los candiles de fi erro forjado y las fl ores de papel, que son tan alegres. […]

Hasta los años veinte de nuestro siglo, Chapultepec quedaba lejos, sólo comunicado por los tranvías: por el rápido de Tacubaya, abuelo del Periférico y del metro. Y sólo se veía concurrido y pletórico, fuera de las fiestas patrias, los domingos en la mañana. Entonces, los jinetes aristocráticos tipo marqués de Guadalupe, o Alfredo B. Cuéllar, madrugaban a cabalgar, y a medio día se instalaban por las calzadas adecuadas a ver el desfi le de las bellezas de moda: la Conesa, por ejemplo; en sus grandes coches de ruidoso meteorismo, como parte de un paseo dominical imprescindible que iniciado al extremo oriente de la calle que aún se empeñaban en llamar de Plateros la recorría toda hacia el poniente. Entre semana, el paseo por Plateros era dos veces al día: a la una y a las seis; mucho a pie, pero para ver pasar los coches, que a la altura de Guardiola daban la vuelta en U y volvían a emprenderlo hasta el Zócalo, y regreso.

Los domingos, la onda era más gruesa. Los coches se seguían por la avenida Juárez, todo Reforma,  entraban en Chapultepec e iban a darse vuelta en alguna de las glorietas para seguir circulando a vuelta de rueda: saludando, sonriendo, ligando, admirando, envidiando, recortando: “¡Qué sombrero!, ¿te fijaste? ¡Qué durable le salió ese vestido! ¿Viste con quién iba? ¡Y todavía lo niegan!” La cadena sin fin empezaba a afl ojar por la intermitente deserción de los que ya tuvieran hambre, y todavía pasaran al Café Colón por los pasteles para la casa, y a tomar un aperital batido con un taquito de las tortillitas como hostias que ahí se ofrecían calientitas del comal.

Esos tiempos pasaron. Como antes habían pasado los del desfile de carruajes de caballos propensos a estercolar el pavimento; como se extinguieron los combates de fl ores, tan bonitos, cuando esos diablos de pelados dieron en aventar las flores con una piedra oculta para descalabrar a las personas decentes. Como no ha vuelto a haber desfi le de carros alegóricos… Bien lo dijo el poeta don Juan de Dios Peza, el Cantor del Hogar: “Pobre guiñapo que el aire enreda / ¡qué amarga y triste lección nos da! / La vida pasa y el mundo rueda… / y siempre hay algo que se nos queda / ¡de tanto y tanto que se nos va!” Nos queda el recuerdo.

Y la persuasión gerontófila de que (como lo dijo otro poeta) “a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado  fue mejor”. De pronto: de malas a primeras, el crecimiento explosivo de la ciudad. Nada menos aquí, frente al Bosque, sobre el Paseo de la Reforma: al lado norte, la colonia Cuauhtémoc, donde los primeros en hacer casa allá tan lejísimos fueron el ferrocarrilero Paulino Fontes, frente a la estación de Colonia, y el periodista Palavicini en Rhin y Lerma; y en Lerma, don Venustiano, donde ahora es Museo Constitucionalista; la colonia Cuauhtémoc, pues, se corrió hasta Anzures, se unió a San Rafael, se tragó la Verónica, se alió con Polanco, desterró al Hospital Inglés; y de Polanco y Chapultepec Morales, se unió a las Lomas y se perdió hacia Toluca.

Y al lado sur del Paseo, la apacible, elegante colonia Juárez corrió parejas con su vecina de enfrente; construyó, destruyó, sustituyó, invadió, avanzó: el edificio del imss; el viejo —¡ni tan viejo; envejecido!— de Salubridad. Y la colonia Hipódromo, que desbordó en calles con nombre de Niños Héroes a sitiar al Bosque en alianza con Tacubaya…

Así progresivamente copado, sitiado, cercado, mordido, el Bosque decidió renovarse, entrar en onda. Afuera Club de Golf; afuera fábrica de armas; la apertura y el diálogo; vengan museos, cultura, diversión, disfrute popular; Auditorio Nacional y Unidad Cultural y Artística del Bosque, con ferias del hogar y el Casino Militar enfrente. Pero ni así alcanza el espacio. Y a los 170 kilómetros cuadrados que había venido ocupando, se le añaden en una primera ampliación del Bosque 127 hectáreas de arboleda con dos lagos tan artificiales como el que Limantour irrigó en torno de la Casa del Lago: uno de 30 000 metros cuadrados, y otro de 70 000. Los que pueden pagarse el lujo de una comida o cena en el Restaurante Lago (Café Colón o Sylvayn de la Revolución) disfrutan desde sus mesas del espectáculo lacustre con las fuentes que orinan chorros coloridos en varias formas y direcciones.

Espectáculo grato, apacible y favorable a una plácida digestión.


Ver entrada del miércoles 30 de septiembre de 2009
___________________
Tomado de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, diciembre 2005, número 420

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Colección Memorias: Fascículo 2

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